23 febrero 2012

Capitulo 2 "Amar al destino"


La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.

Antonio Machado

La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.

Epicuo de Samos

Sin no conoces todavía la vida, ¿cómo puede ser posible conocer la muerte?

Confuncio

Toda muerte es principio de una vida.

José Martí
Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin.
                                    Rabindranath Tagore


Año 1996

La casa estaba atestada de gente. A la mayoría no la conocía y eso que decían ser familiares míos. Pero a decir verdad me importaba muy poco quienes fueran. Solo me importaba una cosa. Mi madre había muerto. Me la habían arrebatado sin pedirme permiso, la habían asesinado.

Nadie me contó nada de lo sucedido. Lo que sabía lo había escuchado en boca de otros. Mi madre no pudo defenderse pues la atacaron por la espalda. Algo, que a mi parecer, no se lo merecía ni tu peor enemigo pues no hace otra cosa que bajarte de nivel como persona.

También escuché que fue por venganza. ¿Venganza? Parecía una locura. ¿Quién querría vengarse de mi madre? Era una mujer cándida y amable, siempre con una sonrisa en los labios. No había nadie más buena que ella. Siempre ayudando a Tia aunque esta no lo necesitase o dejando el día libre a Henry aunque había miles de cosas por hacer o arreglar.

Había perdido a mi madre y era incapaz de llorar, tampoco me atrevía a hablar. ¿Qué iba a decir? Era injusto que me arrebatasen a la persona que más quería, que más amor me había dado. Ella con sus suaves manos siempre arreglando la maraña en que se convertían mis cabellos. Ella que no era capaz de regañarme. Ella que no pregunto nada cuando vio toda mi bata llena de barro un sábado por la mañana. Simplemente me miro sería pero no tardo mas de dos segundos en sonreírme.

-          ¡Ay Holly, que haría yo sin ti! – me dijo.

Eso mismo me preguntaba yo. Miré por la ventana del gran salón de mi casa. La habitación desentonaba en comparación con la gente allí reunida, todo vestidos de negro y tristes. Estaba decorada con colores suaves y alegres dando la sensación de ser una habitación cálida a pesar de afuera llovía a cantaros. Parecía que llorase las lagrimas que yo no podía derramar. O simplemente llorase porque el cielo también estaba triste con la marcha tan inesperada de mi madre.

-          Holly, hija, ¿estas bien? – reconocí la voz de la hermana de mi padre, Jane, mi tía.

Era una mujer cálida y bondadosa. Siempre me trataba con cariño. Era alta y rubia de cabellos largos y lisos. Su mirada, siempre alegre, era del color de la avellana. Era mi única tía y sabía que no podía tener ninguna mejor que ella. Hoy sus ojos estaban tristes consumidos de dolor por nuestra perdida común.

Nos abrazamos y nos dimos consuelo. Aunque poco consuelo podía darme salvo devolverme a mi querida madre. Yo tenía un dolor en el pecho que parecía no querer desaparecer en ningún momento. Sentía que me habían arrebatado una parte importante de mi misma. 

Cuando empezó a anochecer la casa se fue vaciando lentamente. Pocos fueron los que se quedaron: mi padre, que parecía haber envejecido varios años. Mi tía Jane, mi abuela por parte materna, Ania, con su pelo blanco y corto y sus ojos del mismo tono violeta de mi madre. Y mi abuelo por parte de padre, Sack, con su semblante serio y severo.

Nos reunimos todos para cenar. Yo jugaba con la comida de mi plato incapaz de tragar nada. Mi abuela me observaba triste.

-Holly, come algo cariño – dijo al fin.

Yo negué con la cabeza. ¿Cómo podían tener hambre después de lo que le había pasado a mi madre? ¿Es que no tenían corazón? Será que no se sentían llenos de dolor como yo.  Ese dolor no me dejaba tragar a duras penas y llenaba todo mi estomago quitándome el apetito.

- Déjala Ania, no pasa nada – le contesto Jane- Yo me ocuparé de que beba un vaso de leche antes de acostarse.

- Gracias Jane – dijo mi padre con la voz rota – Te agradezco que te quedes unos días ahora que Amanda no esta...- se cogió la frente con el dedo pulgar e índice para masajeársela – No se como agradecértelo.

- No te preocupes John, tu déjalo todo en las manos mágicas de tu hermanita – mi padre la miró furibundo - ¿Qué? ¿He dicho algo que no debía? – dijo mirando a mi abuela.

- No quiero que Holly... – comenzó a decir mi padre.

- Que quieras o no quieras no importa – interrumpió mi abuela – La decisión no es tuya John – mi padre la miró triste – Sabes que esto no se va a repetir, no se va a permitir.

- Exacto – afirmó mi tía.

No sabía de que hablaban y tampoco quise entender. Me esperé a que todos hubieran terminado de cenar y me fui a mi cuarto. Me puse el pijama y me senté en la cama. Al poco rato mi tía pico a la puerta y me trajo el vaso de leche que le había prometido a mi abuela. 

- Bébetelo cariño – me dijo con ternura. Se sentó al borde de la cama mientras dejaba el vaso en mi mesita de noche- Tienes que ser fuerte, bueno, se que eres fuerte, como tu madre – me miró a los ojos – Tu madre y yo éramos amigas desde pequeñas ¿sabias? – yo negué con la cabeza- Así es. Era mi compañera y amiga. Siempre sonriendo. Te pareces mucho a ella – me acarició la mejilla con su mano – No pierdas la sonrisa cariño, nosotras no vamos a dejar que la pierdas. Siempre estaremos para cuidarte. No volveremos a fallar.

Acto seguido me beso en la frente y salió de mi habitación. Otra vez hablando de cosas que yo no entendía. Para ella parecía tener mucho significado pero para mi no tenía ninguno. Supongo que eran cosas de mayores y que tendría que esperar a crecer para entender pero por ahora lo único que podía hacer era beberme la leche y acostarme.

Los días pasaban lentos y se me antojaban más tristes según iban pasando a pesar de que mi tía hacía todo lo posible por sacarme una sonrisa. Mi padre no pasaba nada de tiempo en casa, por lo que había dicho mi tía mientras hablaba con la cocinera estaba buscando consolarse con el trabajo.

Las noches se me hacían largas pues no podía dormir al no estar nada cansada. Una de esas noches me senté cerca de la ventana mirando al bosque. En realidad no esperaba ver nada, la noche estaba igual de vacía que mi ojos que aun eran incapaces de llorar.

Pero de repente, de entre los árboles, surgió una sombra. Me levante de la silla y pegué mi cara a la fría ventana. ¿Podía ser que fuera...? ¡Imposible! En dos años no le había vuelto a ver, ¿por qué iba a venir cuando yo me parecía más a una cáscara vacía que a una niña? Pero no tuve ninguna duda de que era él cuando sus ojos, verdes y luminosos, se posaron en mi ventana.

Dentro de mi pecho mi corazón despertó de su congelado letargo. Sin apartar la mirada de la ventana busque a tientas mi bata. Tras varios intentos fallidos la encontré y me la puse. Baje las escaleras a prisa y esta vez no importaba que me escuchasen, Para el caso mi tía es de sueño profundo y mi padre no estaba en casa, para variar.

El cielo estaba despejado y la noche era fresca sin resultar fría. Di la vuelta a la esquina amarrándome a la pared para no caerme. Miré al bosque con el corazón aun latiendo fuerte en mi pecho. Reanudé la carrera pero fui descendiendo la velocidad según me acercaba hasta caer de rodillas al suelo frente a él. Había soñado tanto con volver a verle. Pero ahí estaba, mi lobo y era real.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que el lobo rozo su morro con mi mejilla en un intento de secar las lagrimas. Le abracé y comencé a llorar con gran intensidad.

-          ¿Por qué? – dije entre hipidos - ¿Por qué la mataron?

El lobo gimió como si el también estuviese triste. Paso mucho rato hasta que por fin deje de llorar. Mi mano acariciaba ausente el suave pelaje del lobo. Parecía extraño pero el simple hecho de estar con él así, con la luna de único testigo, me hacía sentir bien. Ya no sentía dolor, o no tanto.

-          Nadie me va a contar nada, lo sé – dije, el lobo levantó las orejas para escucharme – Y tengo la extraña sensación de que no encontraran a ningún culpable. Pero las cosas no quedaran así – sonreí con tristeza – Como decía siempre mi madre: se paga justo por pecador – el lobo chupo mi mano.
Cogí la cara del lobo entre mis manos y le miré a los ojos. ¿Cómo un lobo podía tener unos ojos tan bonitos?

-          Gracias por soportar las lagrimas de una niña – el lobo gruño manifestando su desacuerdo con mis palabras – No se porque pero cuando estoy contigo se que nada malo puede pasa – torció la cabeza, parecía no entender ni lo que yo misma no podía explicar – Tengo que irme. Me he relajado tanto estando contigo que me ha entrado sueño.

El lobo lamió mi cara como si fuera un beso de despedida y yo le rasque tras las orejas como me acordaba de que le gustaba.

-          Buenas noche lobito, hasta la próxima – y me giré dirección a la casa.

Camine lentamente. Me hubiera gustado estar mucho más rato con él pero estaba cansada y necesitaba dormir. Entre en mi cuarto agotada y medio dormida. Tiré la bata sobre la silla de al lado de la ventana y me estiré en la cama cayendo en un profundo y tranquilo sueño.

Los día seguían pasando lentamente pero algo de mi yo anterior había vuelto y sorprendí a mi tía riéndome de verdad cuando ella intentaba hacerme reír. Tenía ganas de contarle a mi tía todo acerca de mi lobo pero nunca encontraba las palabras adecuadas para empezar sin acabar llevándome una reprimenda por salir de noche sola.

La abuela Ania venía muchas veces a visitarnos. En una de esas visitas me dio una piedra de color azul con alguna tonalidad verdosa.

-          Es una turquesa, cuidará de ti – me dijo mientras con sus manos cerraba en la mía la piedra.
Mi tía jane me explicó que era una piedra que evitaba el mal de ojo y la brujería y me aseguró que mientras la llevase encima estaría a salvo. Como era costumbre yo seguía sin entender nada pero ella estaban felices así que no me queje. Jane siempre se aseguraba de que la llevara encima hasta que terminó por hacerme un colgante con él a pesar de que parecía muy delicado.

Comencé a echar de menos los cuentos de cada domingo con mi padre. A penas le veía y comenzaba a pensar que me evitaba a propósito. De repente mi padre volvió a pasar más tiempo por casa, incluso parecía feliz. Una vez le pille probándose infinidades de corbatas mientras silbaba alegremente frente al espejo. Ni yo misma ni mi ti entendíamos el porque de aquella repentina felicidad. Pero no tardaríamos mucho en enterarnos. 

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